El laberinto de los engaños
Francisco de Quevedo en “El mundo por de dentro” escribió: Sea por todas las experiencias mi suceso, pues cuando más apurado me había de tener el conocimiento destas cosas, me hallé todo en poder de la confusión, poseído de la vanidad de tal manera, que en la gran población del mundo, perdido ya, corría donde tras la hermosura me llevaban los ojos, y adonde tras la conversación los amigos, de una calle en otra, hecho fábula de todos; y en lugar de desear salida al laberinto, procuraba que se me alargase el engaño.
¿Te has encontrado alguna vez en un círculo vicioso, un laberinto de pesadilla, sin una salida obvia? Más tarde te das cuenta de que la salida era muy clara. Pero ¿entonces? Entonces todo era tan borroso y caótico, y tan deleitoso a la vez, que no la hubieras visto aunque estuviera enfrente de tus narices y gritara tu nombre. Como así sucedió una vez que me desperté en la parte trasera de un coche, con mi padre al lado y mi tío al volante… Estoy en el asiento trasero y no puedo explicar cómo y por qué he acabado ahí en el medio de la nada. ¿Adónde vamos? Al poco tiempo, delante de mis ojos aparecen las primeras señales de civilización. Entramos en una ciudad. Echo un vistazo por la ventana y a la derecha surge un parque de atracciones, el más raro que he visto nunca. Me llama la atención una montaña rusa de forma extraordinaria, una estructura vertical y estrecha que llega al cielo en espiral. A gritos le ruego a mi tío que pare el coche, que me deje subir a esa montaña rusa tan extraña. Silencio.
Seguimos adelante, pero la fila de atracciones parece alargarse infinitamente: norias y carruseles dominan el paisaje y sobrepasan los bloques de edificios. Protesto de nuevo y, por fin, mi tío accede a mi entusiasmada solicitud; mas, estamos en la autovía y no se puede volver atrás. El único camino posible es por el centro de la ciudad.
A la entrada de la ciudad, mi tío nos deja a mí y a mi padre bajar para dar la vuelta al parque a pie, ya que así es más rápido, mientras él se dirige al mismo destino en el coche. A primera vista, llegar al objetivo parece muy lógico y simple: se ve la espiral en la distancia. Aun así, una vez entramos en la primera calle, nos perdemos en seguida. Las direcciones del mundo dejan de tener sentido y aquello que dos minutos antes se encontraba a la izquierda ahora está a la derecha o arriba o abajo. Cojo el móvil y busco la montaña rusa en el navegador virtual – está a 20 minutos caminando en línea recta – y la establezco como el destino final.
A pesar de la poca distancia, hace ya dos horas que damos vueltas en círculos, desorientados, perdidos en el laberinto de la ciudad. Cada calle, cada callejón, se gira al revés el mismo instante en que entramos. Por mucho que intentemos llegar al final, el camino se nos hace más confuso y revuelto; por más que nos esforcemos e intentemos regirnos por la lógica, el mundo nos parece más incoherente hasta que desaparece por completo. Los rumbos se disuelven, el sol se ensombrece; hemos perdido el hilo.
De la nada, acabamos en el corazón de la ciudad. Es una rotonda con miles de salidas, de las cuales solo una llega directamente a la espiral. ¿Cómo sabríamos reconocer la ruta correcta? Cansados ya de este largo día de peripecias, resuelvo llamar a mi tío.
Resulta que él consiguió salir de la ciudad en coche hace ya un rato. Entre burlas, ofrece ir a buscarnos. Entretanto, enfrente de mis ojos se ilumina una curiosa tienda de juguetes. Mientras esperamos a mi tío, me decido a entrar y explorarla. A dondequiera que me gire el espacio se llena de muñecas de formas y tamaños distintos; una con el pelo azul, otra vestida de rosa con un caramelo en la mano, una tercera con alas y varita mágica. Antes de que llegue mi tío, me transformo en una de ellas y me quedo en el estante grande, acompañándolas para siempre.
Publicado por primera vez en la sexta edición de Babble, una revista creativa en lenguas europeas de la Universidad de Edimburgo, Escocia.
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